19.11.08

de cuando siempre y nunca

A veces, sólo a veces, o siempre, nos creemos con el poder de la verdad escondido en el bolsillo, en la manga, como un as mal encarado que retuerce nuestra victoria y nos hace acreedores de una sonrisa perfecta, sibarita y, a la vez, desproporcionada. a veces creemos, o pensamos, o jugamos a creer que pensamos que la verdad es una espada que portamos siempre en nuestra mano, y entendemos que si la poseemos es porque siempre ha sido nuestra, y nunca se nos ha obligado a devolverla, si es que eso fuera posible, porque la verdad, por mentirosa que ésta sea, se ancla al ego, se funde y se hace una con nosotros, nos eleva, nos remite a un estado celestial donde nos fundimos a Damocles y pretendemos ser lo que ya creemos que somos; dioses, señores indescriptiblemente hermosos que sacian su verdad con la mentira del resto; siempre me dices lo mismo, nunca se acaba, siempre lo he dicho, y la ropa que nunca recoges, y siempre estamos con lo mismo y nunca se acaba y todo termina en un bucle de acusaciones que hace que desenvainemos el sable y cortemos con lo sano. porque es meridiano, tangible y evidente que una palabra no puede abarcar ni el pasado ni el futuro, acaso el presente, tan mermelado y decadente, que apenas hace que merezca la pena salvo el sabor dulce que queda en el paladar, consciente que ya el presente se convierte en pasado y se acaba como nunca tuvo que hacerlo, o quizás el presente es perfecto y sabe a tan poco como un reflejo de cielo en un alma terrestre, como un suspiro perfecto ante la mirada de los ojos deseados, o un beso arrastrado hacia la boca en el último segundo, como si le salváramos la vida antes de extinguirse, como si un beso no fuera tanto la declamación de un abrazo bañado de éter, como si no fuera solamente un lazo físico que rememora lo espiritual e íntimo, el abrazo del beso, el beso del sueño, el sueño de un beso transladado a un presente que ya se pierde con el eco del beso producido, con su beso y sus retazos de cariño esparcidos por el beso, pese al beso, al acto lacónico y precioso de cerrar los ojos cuando un beso se evapora en la boca del otro, tamizado, saboreado con la esencia de lo que debería haber sido un beso y solo es beso.

siempre que el siempre aparece, o el nunca, o ambos, la verdad se pierde por cada costado que intentamos abrazar, porque es tan clarividente, o mediante, o certero, que nunca ha habido siempre, porque el siempre equivale al roto de desconocer el pasado, a retorcer los recuerdos para adecuarlos a la palabra maldita que se convierte en ley mal entendida, en verdad mal revelada, en castigo eterno, y ya la conversación se pierde en una acusación de dedos, en un alzado de sables que sólo dictaminará la fuerza del que mas grite, engañe o saque el as mal encarado, el que guardamos en nuestra manga y lo apuremos para cantar las cuarenta de nuestro siempre, que siempre vale y marca más que el suyo.

Decir nunca es no haber leído Bécquer, es no creer en nada más que en las palabras, éstas que ahora tanto me sirven para decir tanto o mas que nada, que nunca, que siempre.

Decir nunca y bajar los brazos y esperar que Damocles te rasure la cabeza, esperar al alba para cerrar los ojos, morir de pie para caer muerto, pese al mérito.

decir nunca, o siempre, o aderezarlos en detalles para que parezcan más limpios y puros, o graciosos o punteros es faltar a la verdad del recuerdo, lastimar al otro, prescindir del mismo para acicalar la verdad y hacerla nuestra, pese a que nunca, o siempre, la fuera.

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