28.4.09

de los abrazos y los puñales

Decididamente, todo es mentira, al menos todo lo que representa el género humano. Nos vendemos por dos lentejas, cambiamos de parecer como el que sopla una veleta, dejamos de respetar todo lo respetable por el ánimo alevoso de tomar para nosotros el ancho del embudo, la victoria, la parte de la cartera donde se guardan los billetes, el cariño. Y así nos luce la cabellera, al que la peine. Tendemos a condonarnos todos los pecados por el mero hecho de seguir bien con nosotros mismos; nada importa si la fortuna nos acaricia la espalda, nada importa si yo gano y tú pierdes- haber elegido muerte-. Somos egoístas por la intrínseca naturaleza que nos da forma de los mejores dioses y alma del peor de los diablos. Somos la escoba que barre para sí misma, el camino final del riachuelo, el bombeo de sangre que nos alimenta de oxigeno. Todo queda para lucirnos el ombligo, le pese a quien le pese, le duela a quien le duela. Somos los exterminadores de nuestra propia moral, los asesinos de la cordialidad y los adalides de la displicencia, de la felonía, del desencuentro.

A veces encontramos personas en nuestro alrededor que creemos que merecen ser salvadas, o auxiliadas o queridas, que piden ayuda y la damos, y tendemos la mano para creer en ellas, para hacerlas fuertes, para que brillen con el abrazo de lo que sería amistad si ésta existiese. A veces después de esa propia mano va el brazo, luego el hombro, y entonces dejas de ser tu para convertirte en él o ella y tú ya nada importas, solo su dolor y su ego, su malsano malestar que tanto le aflige y que tanto le hace necesitar de ti, de mí, de todos, hasta que el dolor se apaga, se inocua y el alma enmudece y cae un fino velo sobre sus ojos, y decide- en un momento de verdad mal entendida, o acto colérico, o simplemente se vuelve humano de nuevo y muestra sus vergüenzas- que ya está salvado y que no eres importante; porque solo lo verdaderamente importante somos nosotros mismos y el resto de los seres que nos pueblan solo nos sirven para tomar el impulso necesario para luego pisarles la cabeza. Y se atoran en el barro, o son ellos los que caen al abismo donde nosotros antes colgábamos el sombrero y ahora se nos antoja lejano y frío, como la persona que se ahoga mientras nos mira a los ojos, pobrecita, que tierna y tan boba; ojala encontrase a alguien que la salve.
A veces somos tan crédulos, tan menudos, tan imbéciles, que creemos que todas las personas tienen el corazón necesario como para cuidarte como tú haces con ellas, creemos que piensan que nos dan el valor que merecemos y nos mienten, se mienten, nos mienten. Servimos hasta que no valemos, justo hasta hacernos ver que ya no somos importantes, que de la naranja solo que su cáscara, de rico color pero claramente inservible, y se largan con su compota a otra parte, más dulce y altiva, mas sabrosa y verdadera, mas bonita y grande, pero no mas sincera.
A veces la verdad de la amistad– o del amor, esto queda para próximas heridas- es una mentira escondida hacia el reverso, una funda del revés, un canto que solo escuchas cuando nunca es necesario.
A veces un amigo solo es el retazo del barro que te queda en las botas, después de empujarle para que salga del lodo, y ver como se pierde en el camino, con tu zurrón, tus lágrimas y todo aquello que representa.

del fracaso

El fracaso es la herencia que ciega la ilusión, o al menos, eso se piensa cuando uno cae en barrena, cuando no existe pozo, cuando los pies ya no llegan al suelo, o al cielo, o al contrario. A veces ni siquiera el fracaso es nuestro; tal vez las fatalidades nos sobrecojan de una a una, como con venganza, como urdido en un plan demoniaco que excede a nuestros pensamientos, el fracaso de uno es la victoria del contrario, del que nos antecede, del que nos sobrepasa. A veces todo se tuerce demasiado pronto, y todos los sentidos que pusimos en ese algo, las ilusiones, los sentimientos, se derrumban como una baraja de naipes y se nos queda cara de joker, de bufón, de imbécil, descuadrado y cosido a puñaladas, temeroso, alicaído, muerto. chof.

el fracaso es el estigma de nuestro ego, o de sus ansias, nada se pierde si nada se arriesga, y, sin embargo, jugamos y jugamos hasta que colamos la bola ocho en el agujero de nuestro futuro y se pierde la partida, se pagan las copas y cada uno a su casa, cabizbajos. El fracaso es la normalidad aparente, el destino que prácticamente nos regalan desde que nacemos, el sino del pobre, del ciudadano, a menos que luchemos lo suficiente como para merecer lo contrario.

Pero aun así, es importante. Porque de cada fracaso se sacan conclusiones, de cada errata una corrección y poco a poco se pule el instrumento, el afán, la gloria. No creo conocer a nadie que no se haya estrellado antes de ser una estrella, el triunfo rara vez es gratuito, salvo en el azar o en la tele- curiosa caja mecánica que inventa mitologías decadentes, dioses insípidos, héroes muertos- nada se sabe si nunca se aprende, y solo se aprende de los errores, tan doloroso como cierto, y no creo equivocarme en este punto. Un fracaso es una victoria en el tiempo, una sonrisa posterior, un aleluya de genio.

Un fracaso es la vía que lleva al champagne, a los brindis, a las sonrisas, a la nueva vida, un fracaso es un abrazo torcido que da palmadas en la espalda mientras te desfigura el rostro a golpes, una patada al aire de nuestro aliento, un raro escorzo del triunfo.

Un fracaso es un acierto a medias, como las verdades, que dependen del tiempo, del acto y de la extensión de nuestras propias mentiras, un fracaso, siempre que no sea absoluto, un fracaso es morir ayer para nacer mañana.