22.1.06

UN ANGELITO CON SINDROME DE DOWN, ASOMADO A LA VENTANA

Pequeño angelito de gen ingrato. Carita redonda, mofletuda, sonriente. Como una veleta viran sus ojos hacia el horizonte infinito de sus pensamientos de niño grande, de neonato adulto con vestiditos de pana y zurrón de pastor de ventanas, de bolita rosa con sonrisa verdadera.

Se asoma a la ventana y rie, quizá de la indispensablidad remota de sus propios pensamientos, quizá de lo poderoso de su imaginación, rota por la idiosincracia de su nacimiento; Tan blanca y pequeña que parece que te traspasa con sus ojos ovalados y reflectantes, difusos, felices, olvidados tras una ventana de calle de barrio de trabajadores, de ciudad dormida, de pais ausente.

Tiene treinta años, quien sabe si más. Aun así, en el fondo de esa carcasa de hombre poblado, lampiño y ocre, reside un alma chiquita que observa temeroso y risueño, a la vez, la vida extraña que se le asoma a los ojos; El desencuentro de lo cotidiano que le hace reir tras los barrotes oxidados de su ventana; Ese alféizar de chocolate y menta donde se sienta a reposar la vida que le señala con el dedo, donde la sinfonía de acontecimientos que es su propia vida, más allá del jardín de lo sociable, mas allá de la edificabilidad de lo sociable, le juzga por ser diferente, por ser humano, por ser una sonrisa que se pierde en la ventana.

Confieso que me ha asustado, ahí, tras las cortinas de su casa de ventanas. Inquieto, melodioso, realizando carantoñas imposibles; Hablando solo y contando con sus manitas regordetas una gruesa de percepciones, de documentos visuales imaginarios; Históricos colores que su mente escucha al compás de sus labios resquebrajados, maderiles, viciados por el nervio y por sus muecas.

Yo lo miro, lo observo detenidamente, y sonrio. Y sonrie. Y sonrio. Entonces, tras esa cadencia de sonrisas que me elevan al nivel de su fragancia de rojas carcajadas, mas allá de su complicidad y comprensión, hallo su lástima, su pena, su dolor de alma, la quebrada sonrisa envuelta en rostro juguetón que se pierde en la lejanía de sus ojos nubosos, melancólicos, disidentes. Le duele su ser, pese a su risa, pese a los metodos de garabatos gestuales que me dedica y regala, gratuitos.

Entonces lo miro, y comprendo. Y entiendo que tras esa mirada de babas y ese rostro perpetuo que me pellizca el corazón, se muestra una persona escondida, un caparazón de sentimientos guardados en una cajita de sorpresas; un cariñoso cariño verdadero en el que la hipocresía y la vanidad no caben, no tienen sentido ni lugar. Y es entonces cuando divago, por instantes, mas allá de los ojos opales del pobrecito, y bien digo, del pobre ser que vive solo asomado a una ventana. Porque en ese momento acepto que su felicidad, su pena, su risa o su tristeza, su despreocupada sonrisa de caramelo, no estará nunca al alcance de mi mano, de mi comprensión, de mi sentir como persona. Que nada es tan cierto y sincero como su mirada de pequeño gran hombre, que todo lo que hace o piensa lo dirime con solemnidad de genio y con alma incandescente de payaso. Que se pierde tras la conceptualidad de lo asumido por el resto, como indiano expulsado de sus prados, como un hijo de Dios cualquiera; lapidado por nuestra incondescendecia, por nuestros prejuicios hacia lo inusual.

Luego, entonces… ¿por qué dicen que el tonto es él, y no nosotros?

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